La Biblia nos habla de la fe desde el Génesis hasta el Apocalipsis, pero la define en una sola ocasión. La encontramos en la carta a los Hebreos: “Es, pues, la fe la certeza de lo que se espera, la convicción do lo que no se ve.” (Hebreos 11:1.) Varias son las cosas que aprendemos, de este versículo. La fe es ahora o no es fe. Fe es tiempo presente; esperanza es tiempo futuro. Fe es creer antes de ver, pero dará sustancia a lo que hemos creído. La fe no es algo pasivo, sino algo activo.

Todo el mundo, tanto creyentes como incrédulos, pueden entender lo que es la fe humana natural. La gente tiene fe en las cosas de este mundo por la experiencia adquirida a través de sus cinco sentidos. Por fe natural prendemos el televisor, creyendo que veremos o escucharemos algo interesante. Si bien la mayoría de las personas no entienden el sistema eléctrico de la televisión, a pesar de eso su fe natural lo insta a encenderlo. Para sentarnos en una silla echamos mano a nuestra fe natural. Si las personas pudieran ver la estructura molecular de la silla y los enormes espacios intermoleculares en esa materia que parece tan sólida, ¡tomarían asiento cautelosamente! Por fe natural encendemos una luz, viajamos en avión, manejamos un automóvil o simplemente vivimos. Las personas pueden tener esta clase de fe y no creer en Dios. La fe natural es la confianza puesta en algo o en alguien que podemos ver, oír y tocar,”Ver para creer”.

La fe verdadera, la que viene de Dios es sobrenatural, es decir que trasciende los sentidos naturales.

La primera es “la fe que salva”. La Biblia nos dice que sin fe es imposible agradar a Dios. (Hebreos, 11:6) No obtenemos la salvación por nuestras buenas obras si no por la fe en Jesucristo.

“Cree (ten fe) en el Señor Jesucristo, y serás salvo…” (Hechos 1ó:31.) La llave a la fe cristiana no es ver para creer” sino “creer antes de ver”. “La fe” dice el autor de Hebreos “Es la certeza de lo que se espera, la convicción de lo que no so ve”. (Hebreos 11:1.) Jesús no se evidencia a nuestros sentidos físicos, pero por medio del Espíritu Santo podemos experimentar, aquí y ahora, su amor y comunión. Esta fe salvadora es un don de Dios, y no algo que nosotros podamos fa­bricar. (Efesios 2:8-9.) La fe salvadora llega al hom­bre por medio do la proclamación de la Palabra de Dios. “La fe es por el oír y el oír, por la palabra de Dios.” (Romanos 10:17.)

Una vez que hemos recibido a Jesús, la Escritura nos dice que cada cristiano recibe “la medida de fe”. (Romanos 12:3.) Todos iniciamos la carrera con una medida igual, pero algunos crecemos en fe y otros no, y ello dependerá de nosotros. Dios siempre tiene una reserva para sus hijos; sus depósitos son ilimitados.

La segunda clase de fe, es la fe como un “fruto del Espíritu“. (Gálatas 5:22.) Esto viene como resul­tado de nuestra salvación: unión con Cristo. Jesús dice: “Yo soy la vid, vosotros los pámpanos; el que permanece en mí, y yo en él, éste lleva mucho fruto.” (Juan 15:5.) Desde el mismo instante de nuestra unión con él (la viña) tenemos potencial­mente la capacidad do dar frutos.

Nuestra fe (confianza, creencia) en Jesús es la obra de Dios Espíritu Santo, y es él el que nos abastece de fe a medida que avanzamos en la vida cristiana. Nuestra parte es responderle a él. La fe en Jesús, tanto la fe inicial coma la fe permanente constituye la base para todos los otros frutos y dones del Espíritu. Es imposible sobreestimar su import­ancia. “Conforme a vuestra fe os sea hecho” dice Jesús: y en otro pasaje: “Al que cree, todo le es posible.” (Mateo 9:29; Marcos 9:23.)

La fe, como fruto, es la resultante de un proceso que se obtiene con el tiempo. No se planta un árbol y se espera que al día siguiente brinde frutos, El árbol tiene que ser cultivado, alimentado y regado. La palabra “morar” significa tomar residencia permanente. El resultado de morar es el fruto de un carácter cristiano piadoso. Nuestro crecimiento en el fruto de la fe dependerá de un caminar con Cristo sin altibajos, de una diaria alimentación de las Escrituras, y de la comunión en el Espíritu Santo.

El don de la fe existe potencialmente en el creyen­te desde el momento en que recibe a Cristo pero al igual que los otros dones, se torna mucho más activo después del bautismo en el Espíritu Santo. A diferencia del fruto, es dado en forma instantánea. Es una súbita oleada de fe, habitualmente durante una crisis, para creer confiadamente, sin un ápice de dudas, que lo que hagamos o hablemos en el nombre de Jesús, sucederá.

La palabra “confesión” toma sus raíces de dos vocablos griegos, homo logos, que significa hablar lo mismo que la Palabra de Dios. El don de fe verbal es confesar lo que dice Dios, dirigido por el Espíritu Santo. Uno de los versículos que mejor describe este pensamiento esta registrado en Marcos:

“Respondiendo Jesús les dijo: Tened fe en Dios.” (La traducción literal del griego es: “Tened la fe de Dios.”) “Porque de cierto os digo que cualquiera que dijere a este monte: Quítate y échate en el mar, y no dudare en su corazón, sino creyere que será hecho lo que dice, lo que diga le será hecho.” (Marcos 11:22-2.3.)

Elías constituye un sugestivo ejemplo de este don en el Antiguo Testamento. Aparece súbitamente en escena en I Reyes 17:1 presentándose ante Acab, el más perverso de los reyes de la historia de Israel, diciéndole: “Vive Jehová, Dios de Israel, en cuya presencia estoy, que no habrá lluvia ni rocío en estos años, sino por mi palabra.” Y su advertencia so cumplió al pie de la letra. El profeta Elías debe haber vivido en un alto nivel de fe, si bien sabemos que en algunas ocasiones su fe se derrumbo casi por com­pleto, como esta registrado en 1 Reyes 19:3 ¡cuando perdió el valor y huyo despavorido! Nadie podrá dudar que Elías tiene que haber recibido verdaderas oleadas de fe, especiales dones de fe, para enfrentar crisis como las que hemos mencionado, o la tremenda prueba del monte Carmelo: “Si Jehová es Dios, se­guidle; y si Baal, id en pos de él”, (1 Reyes 18:21) cuando bajó fuego del cielo para confirmar que el Dios de Elías era el Dios verdadero a quien había que servir.

Por otra parte, hallamos un don de fe en acción, en el conocido incidente en la vida del profeta Daniel. Funcionarios celosos tramaron un complot contra Da­niel, como resultado del cual fue sentenciado y echado a un foso de leones hambrientos. Daniel no dijo ni una palabra, simplemente confió en Dios, y los leones no lo dañaron. A pesar de ser Daniel un hombre ex­traordinario, tiene que haber tenido una gran dosis de fe para soportar esta espantosa experiencia. (Da­niel 6:17-28.)

En el Señor Jesucristo, el fruto y el don se com­binan a la perfección, porque el vivió siempre en la cima de la plenitud de su fe en el Padre. Los evan­gelios están repletos de ejemplos de su gran fe. Un día Jesús y sus discípulos decidieron cruzar el lago en una pequeña barca. Jesús estaba cansado y se durmió recostado sobre un cabezal en la popa de la embarcación. Súbitamente se desato una gran tor­menta que echaba las olas en la barca que se inun­daba. Los discípulos estaban aterrorizados y desper­taron a Jesús. Unas pocas palabras le bastaron para aquietar la tormenta. Aun cuando lo despertaron de un profundo sueño, no tuvo necesidad de que le inyecta­ran una dosis especial de fe para realizar el milagro. (Marcos 4:35-41.)

El don de fe es distinto al de obrar milagros, que estudiamos en el capítulo anterior, si bien puede producir milagros. Si los discípulos, en el barco ajetreado por la tormenta hubieran permanecido calmos y seguros a pesar de su peligrosa situación. Hubieran estado manifestando el don do fe. Pero como ocu­rrieron las cosas, fue, Jesús quien por medio de un milagro, tuvo que acallar la tormenta. Si Daniel, en el foso de los, leones, hubiera dado muerte a las pe­ligrosas fieras con nada mas que un gesto, hubiera aplicado el don del milagro, Pero lo que sucedió es que permaneció ileso en presencia de los bravos leo­nes, demostrando una formidable dosis de fe. Cosas parecidas a estas encontramos entre los creyentes del Nuevo Testamento. ¿Quién más inestable que Pedro? Después de Pentecostés, el Espíritu Santo lo estabili­zó considerablemente, pero, al igual que cualquiera de nosotros, tenia sus altibajos. Estaba siempre tan atento a lo que la gente pudiera decir que Pablo se vio obligado a “resistirle cara a cara”. (Gálatas 2:11) Pero al recibir la noticia do que Dorcas o Tabita, la amada discípula de Jope había muerto, sin dudar un instante fue y pronuncio la palabra de fe: “Tabita, levántate” (Hechos 9:40.)

Veamos el ejemplo de fe en acción en Hechos 12. Pedro fue arrestado por Herodes Agripa I y encarcelado, con el deliberado propósito de ejecutarlo a la mañana siguiente, tal cual lo había hecho ya con Jacob, hermano de Juan. Leemos:

“Estaba Pedro durmiendo entre dos soldados, su­jeto con dos cadenas y los guardias delante de la Puerta custodiaban la cárcel. Y he aquí que se presentó un ángel del Señor, y una luz resplandeció en la cárcel; y tocando a Pedro en el costado, le despertó, diciendo: Levántate pronto. Y las cadenas se cayeron de las manos”; ¡EI Ángel lo sacó a Pedro de la cárcel antes de que Pedro se diera cuenta ni siquiera de que estaba despierto! (Hechos 12:6-7.)

Cuando el pasaje habla de que el ángel toco a Pedro, significa “darle un golpe”, no una palmadita cariñosa. Pedro dormía tan profundamente, que aun cuan­do ya se había despertado le tomó un tiempo “volver en sí” y darse cuenta de lo que había ocurrido. Esto es la fe en acción en un sentido muy parecido al de Daniel. Cualquiera de nosotros tal vez nos hubiéramos mantenido despiertos, preocupados por lo que nos habría de ocurrir o planeando una manera de esca­par pero no es lo que Pedro hacía. Estaba durmiendo placidamente dejándolo todo en las manos de Dios, y recibió la recompensa por su fe.

El don do fe hoy en día

Ya hemos hecho mención de los grandes aconteci­mientos que están ocurriendo en Indonesia, país donde millones de mahometanos y comunistas están acep­tando a Cristo. Acompañando a este reavivamiento se han producido milagros do una magnitud neotestamentaria. Tres años atrás ya había treinta y tres casos perfectamente documentados de resurrecciones en la isla de Timor. Cuando David duPlessis visitó Indonesia este año, nos contó que al preguntar cuán­tos eran los muertos que habían resucitado a la fecha, le contestaron: “Hemos perdido la cuenta y, de todas formas, ¡nadie nos cree!”

Un amigo, Sherwin McCurdy de Dallas, Texas, fue utilizado para resucitar a un hombre. La historia fue relatada en la revista Christian Life de octubre de 1969. McCurdy esperaba un taxi en las proximida­des del aeropuerto de Amarillo, Texas, una mañana ­temprano, cuando se le aproximó corriendo un niño de nueve años, asustado y pidiendo ayuda: “¡Mi pa­dre se muere!” jadeo. Siguiendo al niño, McCurdy encontró un auto metido en una zanja, y el conductor, un hombre de edad mediana, a todas luces muerto. Un hijo mayor le explicó que su padre sufrió un ataque cardiaco alrededor de 45 minutos antes. Le había aplicado la respiración artificial de boca a boca, pero sin ningún resultado positivo. El resto de la familia estaba al borde de la histeria. El Señor le dio el don de la fe a McCurdy instruyéndole de que colocara sus manos sobre el cadáver, y ordenándole que hiciera retirar al espíritu de la muerte y retornar al espíritu de la vida. Así lo hizo Sherwin. “Fue como poner las manos sobre un pedazo de hielo” explico; cuando apoyo sus palmas sobre la frente fría (el cadáver mostraba la rigidez y la cianosis de la muerte) e hizo como Dios le había indicado, el hom­bre de inmediato volvió, no solo a la vida, sino a la normalidad, y tanto el como toda su familia aceptaron a Jesús como su Señor y Salvador.

Nos ha llegado el relato de un dramático y verdadero ejemplo del don de fe, unido al don de mila­gros de un misionero de Tanzania. Una congregación formada por personas del lugar, se había reunido para un servicio de Pascua, cuando de pronto surgió de la selva una leona enfurecida, que parecía enloquecida, atacando cuanto hallaba a su paso mato a varios animales domésticos, a una mujer y a un niño, y se encamino directamente a los creyentes allí reunidos. Bud Sickler, el misionero que recibió la información de boca del pastor local, cuenta lo que sucedió de la siguiente manera:

“De pronto la congregación vio a la leona. Se había detenido a pocos metros de distancia, rugiendo fe­rozmente. La gente tembló espantada. Pero el predicador gritó: ¡No tengan miedo; aquí esta el Dios que salvo a Daniel de los leones, aquí está el Cristo de la Pascua!” Se dio vuelta mirando a la leona, y le dijo: “Tú, leona, te maldigo en el nombre de .Jesu­cristo!” A continuación sucedió la cosa más extraordinaria. De entre las dispersas nubes, sin la más mínima señal de lluvia, cayo un rayo sobre la leona que se desplomo muerta. El predicador entonces saltó sobre el cuerpo sin vida del animal y lo utilizo como una plataforma para predicar. El corolario final de la historia es que no solamente se salvaron vidas humanas, sino que se conmovió toda la aldea, y 17 personas entregaron sus villas al Señor Jesús.2

EI nivel de fe en la cual estamos viviendo, puede fluctuar. A veces constatamos que somos fuertes en la fe; el Espíritu Santo en nuestro espíritu tiene libertad de acción, y suceden cosas maravillosas en nuestras vidas. En otras ocasiones, nuestros empeños, dudas, temores y los “detritos” que hay en nuestras almas y que el Espíritu Santo es empeñado en qui­tar, se interponen, y no podemos funcionar satisfac­toriamente. Algunos creyentes operan en forma per­manente a un alto nivel de fe, mientras otros parecen no poder “despegar”. A pesar de que el don de fe puede mostrarse activo de tanto en tanto en nuestras vidas, no debe llamarnos la atención si también nos entra la duda. Esto debería servir para recordarnos la Escritura: “Porque Dios es el que en vosotros pro­duce así el querer como el hacer, por su buena vo­luntad.” (Filipenses 2:13.) Esperemos que el Señor manifieste por nuestro intermedio este maravilloso don de la fe, así como esperamos los otros dones.

 

Al concluir esta sección sobre los dones del poder, mencionamos nuevamente que más a menudo los do­nes del Espíritu Santo, se manifiestan juntos, interactuando y acrecentando su mutuo poder.

En el evangelio de Mateo, Jesús encarga a los discípulos la siguiente misión: “Sanad enfermos, lim­piad leprosos, resucitad muertos, echad fuera demo­nios; de gracia recibisteis, dad de gracia.” (Mates 10:8.) Para poder cumplimentar esta orden habrán de requerirse los tres dones del poder: sanar a los enfermos y limpiar a los leprosos (dones de sanida­des); resucitar a los muertos (dones de fe, de mila­gros y de sanidades); echar fuera los demonios (don de fe, mas los otros dones de los cuales hablaremos en la próxima sección).

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