Si hemos recibido a Jesús como nuestro Salvador en la forma descrita en el capítulo anterior, se habrá cumplido su promesa y desde ese instante Dios vive en nosotros. Por medio del Espíritu Santo se ha unido a nuestro espíritu, la parte más recóndita de nuestro ser, esta vivo, y no solamente vivo sino que esta lleno del maravilloso gozo, y del amor y de la paz y de la gloria de Dios mismo.
«Si alguno esta en Cristo» dice el apóstol Pablo, «nueva criatura es.» (2 Corintios 5:17.) También, al hablar de los cristianos, dice que están sentados en lugares celestiales con Cristo. (Efesios 2:6.)
Al llegar a este punto puede ocurrirnos lo que a muchos:
“Bueno, en realidad soy distinto. Algo sucedió cuan­do invite a Jesús a entrar en mi corazón, y por un tiempo tuve esa honda sensación de amor y de gozo de que me están hablando. Quise hacer partícipes a todos de mi experiencia. Pero estoy perdiendo ese primer entusiasmo. La vida ya no es tan diferente. Me doy cuenta todavía que las cosas han cambiado en el fondo de mi ser, pero la mayor parte del tiempo me siento igual que antes. Por las mañanas, cuan­do me aparto para orar, siento a veces la presencia de Dios, pero durante el día lo pierdo de vista, por así decirlo”
¿Por qué ocurre esto? No es difícil comprenderlo si recordamos y tomamos en serio lo que dijimos en el capítulo anterior. En realidad, muchos proble­mas muy difíciles en la experiencia cristiana, se en­tienden fácilmente si aceptamos lo que la Biblia nos dice sobre la naturaleza del hombre como un ser tri­partito: espíritu, alma y cuerpo. (1 Tesalonicenses 5:23.) Si todavía pensamos en términos de un doble aspecto -alma y cuerpo- inevitablemente confundi­remos nuestras reacciones psicológicas con nuestra vida espiritual. Muchos excelentes maestros de la Biblia en el día de hoy, bajo la presión de la psicológica, identifican el espíritu del hom­bre con la «mente inconsciente» o con la «psiquis profunda», simplemente porque no toman en serio la forma apropiada en que la Biblia hace la distinción entre el alma y el espíritu. (Hebreos 4:12.) Pero si hacemos esta distinción no solamente podremos apre­ciar lo que sucede en el bautismo en el Espíritu Santo, sino que podremos dar razón de otras cosas que nos han mantenido perplejos en nuestra vida cristiana.
En ocasión de recibir a Jesús como nuestro Salva­dor, nuestro espíritu cobro vida, comenzó a hacer valer sus derechos en esta nueva vida y a ocupar el lugar que le correspondía como cabeza de nuestra alma -esa porción psicológica de nuestro ser (inte­lecto, voluntad y emociones)- y de nuestro cuerpo, esa porción psíquica. Sin embargo, nuestro cuerpo y nuestra alma estaban acostumbrados a ser dirigentes y a veces no pasa mucho tiempo antes de que ambos dominen otra vez nuestra nueva vida en el espíritu, y reasuman el comando. Cuando oramos por la ma­ñana, las interferencias de nuestra alma y de nuestro cuerpo alcanzan su más bajo nivel; nuestro espíritu tiene la oportunidad de hacernos saber que esta pre­sente; y en este, como en otros momentos, vislum­bramos, en lo más profundo de nuestro ser, que la nueva vida es un hecho real y concreto. Pero no bien recomienza el fragor de la existencia, automáticamente depositamos nuestra confianza en el alma y en el cuerpo en lugar de hacerlo en el espíritu. Estuvimos tan acostumbrados a vivir de acuerdo a nuestros pen­samientos, sentimientos y deseos -de acuerdo a nuestra alma, nuestro ser psicológico- y a las de­mandas de nuestro cuerpo, que bien pronto dejamos de oír la voz – del espíritu recién nacido, escondido en lo mas hondo de nuestro ser. Pareciera que es ne­cesario que algo le ocurra a nuestra alma y a nuestro cuerpo antes de que nuestro espíritu pueda ejercer un control mas firme y decidido.
Este «algo» que debe suceder es que el Espíritu Santo que vive en nuestro espíritu, necesita desbor­dar para llenar nuestra alma y nuestro cuerpo. La Escritura describe todo esto de diversas formas. Así como la experiencia de aceptar a Jesús es relatada en la Biblia de diferentes maneras, así también se recurre a variadas descripciones de la experiencia que e sigue: «bautismo en (o con)1 e1 Espíritu Santo», «recibir el Espíritu Santo», «Pentecostés», «recibir el poder», el Espíritu Santo «vino sobre» o «se derramó sobre» una persona. “Fue lleno del Espíritu Santo. Son todas expresiones que tra­ducen una misma verdad, vista desde diferentes ángulos.
De cualquier manera, creemos estar pisando sobre un terreno bíblico firme cuando utilizamos la expresión «bautismo en el Espíritu Santo» ya que una impre­sionante cantidad de personajes bíblicos la usaron: Dios el Padre (Juan 1:33), Dios el Hijo (Hechos 1:5) y Dios el Espíritu Santo, que es, por supuesto, el inspirador de las Escrituras donde se hallan estas expresiones; también figura Juan el Bautista (Mateo 3:11; Marcos 1:8; Lucas 1:33), los cuatro evangelis­tas, Mateo, Marcos, Lucas y Juan, en los evangelios citados, y el apóstol Pedro (Hechos 11:16). Si leemos cuidadosamente estas referencias, y las comparamos unas con otras, constataremos que en ningún caso se refieren a la salvación sino a una segunda expe­riencia.
1 La preposición griega utilizada en utilizada en esta frase, puede traducirse “en” o “con”.
Esto es lo que en la Escritura se llama «el bautismo en el Espíritu Santo», porque se trata, efectiva­mente, de un bautismo, significando con ello un ver­dadero empapamiento, un desbordamiento, una saturación de nuestra alma y cuerpo con el Espíritu Santo. Cuando la Biblia habla de Jesús «bautizando» en el Espíritu Santo, de inmediato visualizamos algo externo, alguien a quien se introduce dentro de algo. Sin embargo, en griego la palabra bautizar significa «cubrir totalmente» -se utiliza en el griego clásico para referirse a un barco que hizo agua y se hundió modo que no hace realmente a la cuestión si Jesús nos sumerge en el Espíritu Santo en el sentido ex-, terno de la palabra; o si nos inunda desde afuera; o si Jesús induce al Espíritu Santo a desbordarse des­de donde mora dentro de nosotros para cubrir nues­tras almas y nuestros cuerpos. Probablemente sean ciertas ambas imágenes. El «viene sobre nosotros» tanto desde adentro como desde afuera, pero es im­portante recordar que el Espíritu Santo esta viviendo en nosotros y por lo tanto es desde adentro de donde e1 puede inundar nuestra, alma y nuestro cuerpo. Jesús dice:
«El que cree en mi… ríos de agua viva correrán de su interior (el Espíritu Santo)» 2 (Juan 7:38), y la Biblia Amplificada dice: «Desde lo mas recóndito de su ser correrán …» Cuando recibimos a Jesús como Salvador, entra el Espíritu Santo, pero a medida que perseveramos ‘ en confiar y en creer en Jesús, el Espíritu Santo que habita en nosotros puede fluir co­piosamente para inundar, o bautizar, nuestra alma y cuerpo y vivificar el mundo en derredor.
Por ello es que una y otra vez en la Escritura, la primera evidencia normativa que aparece de esta ex­periencia pentecostal es una efusión:
«Y fueron todos llenos del Espíritu Santo, y co­menzaron a hablar en otras lenguas…» (Hechos 2:4.)Algunos están perplejos por la expresión «recibir el Espíritu Santo». Un cristiano puede formularse la siguiente pregunta: «¿Cómo puedo recibir el Espíritu Santo si ya está viviendo dentro de mí?» Esta expresión puede entenderse fácilmente si recordamos que estamos refiriéndonos a una Persona, no a una cosa o a una parte de algo. Hay quienes hablan del Espíritu Santo de una manera cuantitativa, como si pudiéramos recibir una porción del Espíritu Santo en el momen­to de la salvación, y otra porción en una fecha pos­terior. Pero si el Espíritu Santo es una Persona, como que lo es, entonces o está en nosotros o no lo está.
Todos sabemos lo que significa «recibir» a una persona. Imaginemos por un momento el hogar de la familia Brown. Son las 5:40 horas de la tarde, y el señor Brown acaba de llegar del trabajo y se está duchando antes de la hora de cenar. La señora Brown está dando los toques finales a una comida especial­mente preparada, porque los Brown han invitado a la familia Jones a cenar. La invitación ha sido fijada para las 6 de la tarde, pero 15 minutos antes sonó el timbre de la puerta de calle. La señora de Brown se aturde un poco, porque todavía no ha terminado de hacer la salsa; tiene restos de harina en la nariz ¡y su cabello esta desgreñado!
-¡Susie!- le grita a su hija -por favor atiende a los Jones; muéstrales el diario de la tarde o habla con ellos ¡todavía no estoy lista!
Y para colmo, en ese preciso instante suena el teléfono en la cocina, y la señora de Brown contesta
-¡Hola! ¿María?- pregunta la voz por el teléfono-. Soy Helen. ¿Está la familia Jones en tu casa?
-Si- respondió la señora de Brown -aquí están.
-¿Y como están? pregunto Helen.
-Bueno, en realidad no lo se -dijo la señora de Brown armándose de paciencia-. No los he reci­bido todavía. No he terminado de preparar las cosas en la cocina.
-Te conviene apurarte y recibirlos- dijo Helen-. Resulta que ¡yo se que tienen muy buenas noticias para ustedes y que les han llevado algunos hermo­sos regalos!
La señora de Brown cuelga el auricular, termina rápidamente lo que estaba haciendo, se arregla el cabello, se da unos toques de polvo en la cara y en­tonces, en compañía de su marido, recibe a sus ami­gos, escucha las noticias que tienen para ellos, y aceptan los regalos que han traído. La Persona del Espíritu Santo ha estado viviendo en nuestra «casa» desde el momento de nuestro nuevo nacimiento, pero ahora reconocemos su presencia y recibimos sus dones.
Resumiendo, digamos que la primera experiencia de la vida cristiana, es la llegada del Espíritu Santo, por medio de Jesucristo, para darnos nueva vida, la vida de Dios, la vida eterna. La segunda experiencia es cuando recibimos o damos la bienvenida al Espíritu Santo, con lo cual Jesús lo induce a que haga posible que exterioricemos esta nueva vida de nuestros espíritus, a que bautice nuestras almas y nuestros cuerpos, y luego el mundo que nos rodea, con su poder refrescante y renovador. «¡Ríos de agua viva corre­rán de su vientre!» La palabra utilizada aquí es koilia, que se refiere literalmente al cuerpo físico, sig­nificando con ello que es por medio del cuerpo físico -y sus palabras y acciones- que entramos en con­tacto con el medio ambiente y con la gente que nos rodea. El mundo no recibirá ninguna ayuda ni acep­tara ningún desafió mientras no escuche ni experi­mente la vida de Jesús que brota de nosotros.
Imaginemos un canal de irrigación en el sur de California u otra región cualquiera habitualmente árida la mayor parte del año. El canal esta seco como también lo están los campos aledaños. La vegetación esta seca y muerta. De pronto se abren las compuertas del dique y el canal se llena de agua.
¡Antes que nada, es el canal mismo el que se siente renovado! La fresca corriente arrastra el detritus y apaga el polvo. A continuación el pasto crece y las flores se abren a lo largo de sus márgenes, mientras los árboles a cada lado del canal cobran frescura y verdor. Pero no termina ahí la cosa; a lo largo del canal, los gran­jeros abren las compuertas y el agua bienhechora se derrama por los campos haciendo que «el desierto flo­rezca como la rosa».
Así ocurre con nosotros. El depósito, el pozo, está en nosotros cuando nos hacemos cristianos. Entonces, cuando permitimos que el agua de vida del Espíritu que está depositada en nosotros fluya hacia nuestras almas y cuerpos, somos nosotros los primeros en recibir sus efectos vivificantes. De una manera no­vedosa, nuestras mentes toman conciencia de la reali­dad de Dios. Comenzamos a pensar en él, aun a soñar con él, con más frecuencia y regocijo que antes. Nues­tras emociones reaccionan adecuadamente y empe­zamos a sentirnos felices en ál. También responde nuestra voluntad y queremos hacer lo que él quiere que hagamos. De la misma manera responden nuestros cuerpos, no solamente con una sensación de bienestar, sino con renovadas fuerzas, salud y juventud. Luego el agua de vida fluye hacia otros, que comprueban lo que puede el poder y el amor de Jesús en su pueblo. Ahora está en condición de utilizarnos para vivificar el mundo que nos rodea.

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