Varios años atrás, en uno de los estados de Nueva Inglaterra, la esposa de un comerciante cristiano, ami­go nuestro, lavaba los platos que habían sido utilizados para el desayuno, cuando escucho que llamaban a la puerta de calle. Al salir para atender el llamado vio a su vecina, parada en la vereda y con una mirada de infinita tristeza en los ojos.
-He venido para despedirme- le dijo la visita-. Por mucho tiempo hemos sido vecinas, y si bien no nos hemos tratado mayormente, he creído oportuno informarle que nos mudamos.
-¿Por que?- le preguntó la dueña de casa-. ¿Ha conseguido un nuevo puesto su marido, o algo por el estilo? Pase, por favor y tome asiento. Dígame qué ha sucedido.
La vecina se dejo caer pesadamente en una silla. -No- dijo -no se trata de eso. Vamos a perder la casa, porque no podemos pagar las cuotas. También perderemos el automóvil.
Sin decir otra palabra se quedo mirando fijamente sus manos abiertas que descansaban sobre su falda. Luego levanto los ojos. -Ya que estamos, le contare toda la historia. Juan y yo nos vamos a divorciar.
-Pero ¿Por qué? ¿Qué puede haber sucedido?
-Tanto mi esposo como yo somos alcohólicos em­pedernidos- dijo tristemente la mujer-. No podemos librarnos del vicio. Hemos perdido nuestro dinero y prácticamente todos nuestros bienes. Lo que más nos aflige es nuestro niño; no quisiéramos que fuera la victima de un hogar destrozado, con todo lo que eso significa.
La pobre mujer estaba al borde de las lágrimas.
-Pero- dijo la esposa de nuestro amigo -¿no sabes que hay una solución?
La vecina levantó la vista bruscamente: -¿Qué quieres decir? Hemos probado todos los medios. No podemos cumplir con el programa que nos fijó la sociedad de Alcohólicos Anónimos. Hemos consul­tado a un psiquiatra, pero aun en el caso de que fuera esa la solución, no tenemos el dinero para pagar las consultas.
-¿Por qué no le pides a Jesús que te ayude?
Ahora fue la vecina la que se quedo perpleja. -¿Je­sús? ¿Qué tiene que ver él con todo esto?
– ¡Por supuesto que tiene que ver! ¡El es el Salvador!- exclamó la esposa de nuestro amigo.
-Oh- dijo la vecina -estás hablando de religión y todo eso. Yo soy religiosa. Es decir, creo en Dios, y siempre traté de ser una persona decente.
Se rió haciendo una mueca, y añadió. Por lo visto no lo he logrado.
-No, no, no es eso lo que quiero decir. Me refiero a que Jesús es el Salvador, él salva, rescata a la gente. El te librara de tu situación, si le pides que se haga cargo de todo. Supongo que quieres salir del hoyo en que te encuentras. Es decir, que quieres ser diferente, que quieres ordenar tu vida.
La vecina miro por un instante a la dueña de casa. -Nunca nadie me lo dijo de esa manera- exclamo-. ¿Quieres decir que es así de simple? ¿Solamente pedirle a el?
La esposa de nuestro amigo asintió. -¡Aja! El vive y está aquí mismo. ¡El lo hará!
La vecina permaneció por un rato en silencio y luego, de pronto, se dejó caer sobre sus rodillas y levantó las manos en un gesto de rendición. -No sé cómo expresarlo- dijo –pero te ruego, Jesús, que me ayudes a salir de este problema. ¡Por favor te pido que te hagas cargo!
A continuación se puso de pie y sin más se fue a su casa.
Dos días después el marido de la vecina tocó tam­bién el a la puerta de calle. -¿Qué ha pasado con mi esposa?- preguntó con aspereza. ; ¡Yo también quiero de lo mismo!
Los esposos cristianos le explicaron al hombre la realidad de lo que había experimentado su esposa, y le llegó el turno a el de ponerse de rodillas sobre el piso de la cocina y pedirle a Jesús que se hiciera cargo de su vida.
¿Qué sucedió después? Desapareció el problema del alcohol, que no era más que un síntoma del vacío de sus vidas. No se perdió el hogar. No se disolvió el matrimonio. Jesús salva. Jesús salvó su hogar, su matrimonio, su salud, y probablemente sus vidas. Jesús no duda un instante en acudir de inmediato para solucionar las necesidades mas apremiantes de la gente. Recordemos que dos de sus grandes milagros los hizo para dar de comer a los hambrientos. A decir verdad, casi todos sus milagros fueron para satisfacer las necesidades físicas de la gente. Ocurre a menudo que el primer paso a dar para ser cristianos es nada más que un grito en demanda de ayuda. Hechos 2:21; Romanos 10:13; Sal 103:1-2.
Pero otras cosas ocurrieron, además, al matrimonio de ex-alcohólicos. Toda su vida sufrió un cambio notable. Eran diferentes. Algo sucedió dentro de ellos.
La palabra «salvar» en nuestras Biblias, traduce el original griego sozo que significa, de acuerdo a nuestro vocabulario; «proteger o rescatar de peligros naturales y aflicciones … salvar de la muerte … sa­car con mano firme de una situación llena de peligro mortal … resguardar o evitar el contagio de enfer­medades … evitar la posesión demoníaca … devolver la salud perdida, mejorar, guardar, mantener en ópti­mas condiciones … tener buen éxito, prosperar, an­dar bien… salvar o proteger contra la muerte eterna … »
Abrazar la fe cristiana no significa aceptar una filosofía o un juego de normal, o creer en una lista de principios abstractos;
Abrazar la fe cristiana sig­nifica permitir a Dios que entre y viva en nosotros. (Colosenses 1:27.)
Abrazar la fe cristiana significa arrepentirnos. (He­chos 2:38; 26:18.) Y eso, a su vez, significa querer ser diferentes, admitir que estamos en el mal camino y que queremos volver a la buena senda. Muchos vie­nen a Jesús, como el matrimonio de nuestro relato, porque saben que están en un callejón sin salida, ca­mino a la destrucción. Si están dispuestos a cambiar, Jesús los acepta y atiende a sus necesidades.

Abrazar la fe cristiana significa convertirnos. (He­chos 3:19; Mateo 18:3.) Y para eso hay que darse vuelta y caminar en la dirección opuesta -la verda­dera dirección- con Jesús.

Abrazar la fe cristiana significa ser perdonado. (Salmo 103:11-12.) Y eso significa ser despojados de nuestros pecados como si jamás hubieran existido y que no queden ni rastros de ellos. Mas aún, signi­fica ser perdonados cada día, ¡vivir en estado de perdón! (1 Juan 1:9.)
Abrazar la fe cristiana es nacer de nuevo. (Juan 3:1-21; 1 Pedro 1:23.) Y aquí llegamos al meollo del asunto. Un erudito y anciano dignatario fue a Jesús de noche buscando respuestas a sus interrogantes. Jesús le dijo:
Nicodemo, tienes que nacer de nuevo.
El anciano sacudió la cabeza. -¿Como es posible que un hombre ya grande vuelva a nacer? ¿Puede acaso entrar de nuevo en el vientre de su madre para volver a nacer?
Jesús le respondió: Nicodemo. Para un hombre docto y erudito es muy pobre la respuesta que me has dado. No estoy hablando del nacimiento físico; eso ya sucedió. Tienes que nacer del Espíritu. (Del Espíritu Santo).
¿Qué quiso decir Jesús?
La Biblia nos enseña que Dios creó al hombre con la capacidad suficiente para conocerle y correspon­derle. Pero desde el comienzo el hombre interrumpió esa relación y cuando lo hizo, murió espiritualmente y transmitió esa muerte espiritual a todos sus des­cendientes. Lo mas recóndito de nuestra personalidad toma el nombre de «espíritu» o pneuma en griego, y fue creado con el propósito principal de conocer a Dios. Los animales tienen cuerpo y alma, pero los hombres tienen cuerpo, alma y espíritu. (1 Tesalo­nicenses 5:23.) Cuando el hombre, en el comienzo, destruyo la relación con Dios -lo que llamamos la caída del hombre- murió esa parte recóndita, o que­do fuera de acción, y siempre desde entonces el hombre actuó a impulsos de su alma y de su cuerpo. (Génesis 2:17.) ¡No es de extrañar entonces que nos ha­yamos metido en semejante enredo! El «alma», psiquis en griego, es el componente psicológico, formado por nuestro intelecto o voluntad, y nuestras emocio­nes. Esta parte de nuestra personalidad es maravillosa cuando esta bajo el control de Dios a través del Es­píritu, pero es capaz de cosas terribles cuando esta descontrolada.
He aquí el por qué la historia de la humanidad está plagada de odio, derramamiento de sangre, crueldad y confusión; los seres humanos están muertos espiri­tualmente: «muertos en vuestros delitos y pecados», (Efesios 2:1) procurando vivir de acuerdo al alma pero fuera de todo contacto con Dios y, por lo tanto, perdidos. (Lucas 19:10.) La palabra «perdido» sig­nifica que no sabemos dónde estamos, a dónde vamos, o para qué somos. Si no se corrige esta situación, naturalmente significa el infierno, significa que la persona se perderá eternamente, y morará en la oscu­ridad, en el miedo, en la rebelión, en el odio, separado de Dios para siempre; y no solamente eso, sino que será parte de la interminable destrucción del diablo y sus ángeles, porque allí no habrá «tierra de nadie». Por lo tanto, la necesidad más urgente y apremiante es renacer, volver a la comunión con Dios; y eso, exac­tamente, es lo que Jesucristo nos ofrece. Por medio de Jesús, y por Jesús solamente -no hay otro ca­mino- se manifiesta la vida de Dios que alienta su vida en nosotros. (Juan 10:10.)
Sin embargo, las iniquidades que cometimos cuando estábamos perdidos y fuera del contacto con Dios, levantaron un muro divisorio de pecado y de culpabilidad que hacían imposible recibir esta nueva vida. (Isaías 59:2.) Dios es amor pero también es justicia. No puede «dejar pasar por alto» lo que hacemos, de la misma manera que un padre amante no puede «dejar pasar por alto a su hijo» si sabe que es cul­pable de un delito. El padre tendría que insistir ante el muchacho para «que se entregue» a las autoridades. Pero si el joven estuviera realmente arrepentido, seria una buena ocasión para que el padre ofreciera pagar la multa, o cumplir una sentencia, o aun morir en su lugar, si tal cosa fuera posible. En ese caso se habría satisfecho tanto a la justicia como al amor.
Y esto es justamente lo que hizo Jesús. Satisfizo los requerimientos de la justicia al morir por nosotros. Jesús era Dios en carne humana, la encarnación de la segunda persona de la divinidad, el Dios Creador, por quien el Padre creó el universo. (Efesios 3:9; Hebreos 1:2.) El no tuvo ni pecado ni culpa. Cuando Jesús murió en la cruz, porque era Dios y porque era inocente, satisfizo totalmente la justicia en bene­ficio de todos los pecados que el hombre había cometido o que cometería en el futuro.
De esta manera resolvió Jesús el problema de nues­tra culpabilidad que nos mantenía apartados de Dios, y cuando murió y resucitó quedo expedito el camino al Padre para enviar al Espíritu Santo, por medio de quien fue posible que la vida de Dios se hiciera presente y morara en nosotros. El único requisito que se nos exige a nosotros es que reconozcamos que he­mos vivido en el error y pidamos perdón. Luego debemos pedirle a Jesús que venga y viva en nosotros y que sea nuestro Señor y Salvador. Por medio del Espíritu Santo, Jesús entra en nuestras vidas, nues­tros pecados son borrados por su sangre derramada, y obtenemos una vida diferente. Y el Espíritu Santo se une a nuestro espíritu (1 Corintios 6:17) haciéndolo pasar de muerte a vida; «nace de nuevo» y se transforma en lo que Pablo llama una «nueva cria­tura». (2 Corintios 5:17; Apocalipsis 21:4-5.)
Esa nueva vida creada por el Espíritu Santo en nosotros, es lo que Jesús llama «vida eterna». Esto va mucho mas allá de un mero «seguir andando»; es la vida de Dios en nosotros, la clase de vida que nunca se acaba, que nunca se cansa, que nunca se aburre, que es siempre gozosa y lozana. (1 Juan 5:11.)
Cuando Jesús dijo que un niño pequeñito era lo más grande en el reino de los cielos, estaba haciendo un co­mentario sobre la vida eterna. Una niño nunca se cansa de hacer la misma cosa una y otra vez.» ¡Léemelo de nuevo, mamita!» «¡hazlo de nuevo, papa!» Esta per­manente y continuada frescura y falta de tedio ex­presa con mucha aproximación la vida que Dios nos quiere dar. “! ¡He aquí hago nuevas todas las co­sas!» Y no una sola vez, sino continuadamente, dice Jesús. ¡Es el permanente renovador! Se nos ha pro­metido que andaremos en «novedad de vida» que es lo mismo que decir vida eterna: siempre lozaños, siem­pre renovándonos. La palabra «eterno» significa lite­ralmente «sempiterno», que nunca envejece.
Isaías dice: «Los que esperan a Jehová tendrán nuevas fuerzas; levantaran las alas como águilas; correrán y no se cansarán; caminarán, y no se fatigarán.» (Isaías 40:31.).

 

¿Cómo aceptamos el perdón y recibimos esta nueva vida?
1. Dándonos cuenta que hemos estado extraviados, yendo en una dirección equivocada y que esta­mos ansiosos de andar en los caminos de Dios.
2. Admitiendo que estuvimos equivocados y pidiéndole al Padre que borre nuestras culpas y peca­dos, con la sangre de Jesús.
3. Pidiéndole a Jesucristo, el Unigénito Hijo de Dios, que entre en nuestras vidas y sea nuestro Salvador y Señor. (Apocalipsis 3:20.)
4. Creyendo que el ha venido en el instante en que lo pedimos. Agradecerle por salvarnos y darnos la nueva vida. (1 Juan 5:11-15.)
He aquí una sencilla oración que podemos elevar si decidimos recibir a Jesús:
«Querido Padre, creo que Jesucristo es tu Hijo Unigénito, que se hizo un ser humano, derramó su sangre y murió en la cruz para limpiar mi culpa y mi pecado que me separaban de ti. Creo que se levantó de entre los muertos, físicamente, para darme nueva vida. Señor Jesús, te invito a que entres en mi cora­zón. Te acepto como mi Salvador y Señor. Te con­fieso mis pecados y te pido que los borres. Creo que has venido, y vives en mí en este preciso instante.
¡Gracias, Jesús
Cuando decimos esta oración, podemos sentir o no que algo ha ocurrido. Nuestro «espíritu» que tome vida a través de Jesucristo, se esconde mas profun­damente que nuestras emociones; de ahí que a veces se exterioriza una reacción emocional y otras veces no. Sea que sintamos o no sintamos algo de inme­diato, descubriremos que somos distintos, porque Je­sús cumplirá lo que ha prometido. Jesús nunca falta a su palabra. El dijo: «El cielo y la tierra pasaraán, pero mis palabras no pasarán.» (Mateo 24:35.)

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