¿Que es ser un CRISTIANO?

Esto ha sido escrito para aquellos que han abier­to la puerta de su vida a Jesucristo. Se han entregado a él. Han comenzado así la vida cristiana. Por eso ahora vamos a ocupamos de qué significa ser cristiano.

El paso que diste fue sencillo: invitaste a Cristo a que entrara a tu vida como tu Salvador y Señor. En ese momento sucedió algo que sólo puede describirse corno un milagro. Dios -sin cuya gracia no hubieras podido arrepentirte ni creer- te dio una vida nueva. Naciste de nuevo. Fuiste hecho hijo de Dios e ingresaste a su familia. Tal vez no estés consciente de lo que sucedió así como no estuviste consciente de tu nacimiento físico. La autoconciencia -el darse cuenta de qué y quién es uno- es parte del desarrollo personal. Sin embargo, cuando naciste sur­giste como una personalidad independiente; así también cuando naciste de nuevo fuiste constituido espiritualmente una nueva criatura en Cristo.

Pero, podrás preguntarte, ¿no es Dios padre de todos los hombres? ¿No son todos los hombres hijos de Dios? ¡Sí y no! Ciertamente Dios es el Creador de todos los hombres y consecuentemente todos son su "linaje",1 en el sentido de que derivan de él su existencia. Pero la Biblia claramente distingue entre esta relación general de Dios con la raza humana -la relación del Creador y sus criaturas- y la relación especial de Padre a hijo que él establece con quienes pertenecen a su nueva creación por medio de Jesucristo. Juan explica en el prólogo de su Evangelio cuando escribe:

Vino (Jesús) a su propio mundo, pero los suyos no lo recibie­ron. Sin embargo, algunos lo recibieron y creyeron en él; a éstos les dio el derecho de llegar a ser hijos de Dios. No son

como los hijos de padres humanos, que nacen conforme a la naturaleza humana o por el deseo de algún hombre, sino que son hijos de Dios.2

Los hijos de Dios son los que han nacido de Dios; los que han nacido de Dios son los que han recibido a Cristo en su vida y han creído en su nombre.

¿Qué significa, entonces, ser "hijo de Dios" en este sentido? Como en cualquier otra familia, los miembros de la familia de Dios tienen sus privilegios y responsabili­dades. Debemos examinarlos.

Privilegios cristianos

El privilegio singular de la persona que ha nacido de nuevo en la familia de Dios consiste en su relación con Dios. Consideremos la misma desde esta perspectiva.

Una relación íntima

Ya vimos antes en otros estudios, que nuestros pecados nos tenían alienados de Dios, se habían constituido en una barrera entre noso­tros. En otras palabras, estábamos bajo la justa conde­nación del Juez de toda la tierra. Pero ahora, por medio de Jesucristo que llevó nuestra condenación y a quien estamos unidos por la fe, hemos sido "justificados", es decir, aceptados por Dios y declarados justos. Nuestro Juez ha pasado a ser nuestro Padre.

"Miren cuánto nos ama Dios el. Padre, que se nos puede llamar hijos de Dios, y lo somos", escribe Juan.3 "Padre" e "Hijo" son los títulos distintivos que Jesús usó para referirse a Dios y a sí mismo respectivamente. ¡Y son, exactamente, los nombres que permite que usemos nosotros! En virtud de nuestra unión con él, se nos permite compartir algo de su íntima relación con el Padre. Un hombre de Dios, expresa muy bien nuestro privilegio, cuando refiriéndose al Padrenuestro, dice:

¡Cuán grande es la indulgencia del Señor! ¡Cuán grandes son su condescendencia y la abundancia de su bondad hacia noso­tros! cuando vemos que desea que oremos delante de Dios de tal manera que llamemos a Dios Padre, y que nos llamemos

hijos de Dios, así como Cristo es el hijo de Dios -un nombre que ninguno de nosotros se hubiera atrevido a usar en la oración, si no fuese porque el Señor mismo nos ha permitido orar así.

1 Hechos 17:28, Versión de reina – Valera. La versión Popular

traduce "familia" (N. del T.).

2 Juan 1:11-13.

3 1 Juan 3:1.

Ahora por fin podemos orar el Padrenuestro sin hipo­cresía. Antes esa oración tenía un sonido hueco: ahora tiene un significado nuevo y noble. Dios es en realidad nuestro Padre celestial, que conoce nuestras necesidades antes de que pidamos, y que no dejará de dar cosas buenas a sus hijos.4

Puede ser que a veces necesitemos recibir la corrección de su mano, puesto que "el Señor corrige a los que ama y castiga a todos los que recibe como hijos".5 Pero esto es porque ahora nos trata como a hijos y nos disciplina para nuestro bien. Con un padre así, amante, sabio y fuerte, podemos sentimos libres de todo temor.

4 Sobre el cuidado del Padre, ver Mateo 6:7-13; 7:7-12.

5 Hebreos 12:6. Es una cita de Proverbios 3:12.

Una relación cierta

La relación que el cristiano guarda con Dios, como la del hijo con su padre, no sólo es íntima, sino además segura. ¡Hay tanta gente que a lo mucho tiene esperanza, pero nada más! Pero es posible tener certeza.

En efecto, es más que posible. Es la voluntad de Dios que nos ha sido revelada. Debemos estar ciertos de nues­tra relación con Dios no sólo para nuestra propia paz mental ni para poder ayudar a otros, sino porque Dios quiere nuestra certidumbre. Juan afirma categóricamente que éste es el propósito que lo movió a escribir su primera carta: "Les escribo esto a ustedes que creen en el Hijo de Dios, para que sepan que tienen vida eterna."6

Sin embargo, la manera de estar seguro no es sólo sentirse seguro. Casi todos al comenzar su vida cristiana cometen este error. Dependen demasiado de sus senti­mientos superficiales. Un día se sienten cerca de Dios, al día siguiente se sienten lejos de él. Y caen en un frenesí de incertidumbre porque creen que sus sentimientos refle­jan exactamente su condición espiritual. Su vida cristiana se convierte en un viaje por cerros y hondonadas, cerros en que alcanzan alturas jubilosas para luego descender a las profundidades de la depresión.

Dios no quiere que sus hijos vivan una experiencia tan irregular. Tenemos que aprender a desconfiar de nuestros sentimientos. Son extremadamente variables. Cambian con el tiempo, con las circunstancias y con nuestra salud. Somos criaturas inconstantes y temperamentales, y a me­nudo nuestros sentimientos fluctuantes no tienen nada que ver con nuestro progreso espiritual.

La base de nuestro conocimiento de que estamos en relación con Dios no está en nuestros sentimientos, sino en el hecho de que él dice que lo estamos. La prueba que tenemos que aplicar es objetiva, más bien que subjetiva. No debemos ponemos a buscar evidencias de vida espiri­tual dentro de nosotros mismos, sino mirar hacia arriba, hacia afuera y hacia Dios y su palabra. Pero, ¿dónde hemos de encontrar la palabra de Dios que nos asegure que somos sus hijos?

En primer lugar, Dios promete en su Palabra escrita que dará vida eterna a quienes reciban a Jesucristo. "Este testimonio es que Dios nos ha dado vida eterna, y que esta vida está en su Hijo. El que tiene al Hijo de Dios, también tiene esta vida; pero el que no tiene al Hijo de Dios, no tiene- esta vida." El creer humildemente que tenemos vida eterna, entonces, no es una presunción. Por el contrario, el creer la palabra de Dios es humildad, no orgullo; sabiduría, no presunción. Dudar sería necedad y pecado, ya que "el que no cree a Dios, le hace aparecer como mentiroso, porque no cree lo que Dios ha dicho como testigo acerca de su Hijo".7

Ahora bien, la Biblia está llena de las promesas de Dios. El cristiano sensato comienza cuanto antes a ateso­rarlas en su memoria. Entonces, cuando cae en el hoyo de la depresión y la duda, puede usar las promesas de Dios como un cable para salir a flote.

Vale la pena memorizar los siguientes versículos para empezar. Cada uno contiene una promesa divina.

Cristo nos recibirá si venimos a él: Juan 6:37,

El nos sostendrá y no dejará que nos escapemos: Juan 10:28.

Nunca nos dejará: Mateo 28:20, Hebreos 13:5,6.

Dios no dejará que seamos tentados más allá de nuestra fortaleza: 1 Corintios 10:13.

6 1 Juan 5:10-12.

7 Juan 5:10-12.

Nos perdonará si confesamos nuestros pecados: 1 Juan 1:9.

Nos dará sabiduría cuando se la pidamos: Santiago 1:5.

En segundo lugar, Dios habla a nuestro corazón. No­temos las siguientes afirmaciones: "Dios ha llenado nues­tros corazones con su amor por medio del Espíritu Santo que nos ha dado" y "este Espíritu nos hace decir ‘¡Padre nuestro! ‘ Este mismo Espíritu se une a nuestro espíritu para decir que ya somos hijos de Dios."8 Todo cristiano sabe lo que esto significa. El testimonio externo del Espí­ritu Santo en las Escrituras es confirmado por el testi­monio interno del Espíritu Santo en la experiencia. No hay lugar para la confianza en sentimientos superficiales y cambiables. Se trata más bien de esperar la profundización de nuestra convicción a medida que el Espíritu nos ase­gura del amor de Dios por nosotros y nos insta a clamar: "¡Padre! " cuando buscamos el rostro de Dios en oración.

En tercer lugar, el mismo Espíritu que da testimonio en las Escrituras de que somos hijos de Dios completa su testimonio en nuestro carácter. Si hemos nacido de nuevo en la familia de Dios, entonces el Espíritu de Dios mora en nosotros. En efecto, la presencia del Espíritu Santo es uno de los mayores privilegios de los hijos de Dios. Es su marca distintiva: "Todos los que son guiados por el Espí­ritu de Dios son hijos de Dios." Otra vez: "El que no tiene el Espíritu de Cristo, no es de Cristo."9 Y como El mora en nosotros comienza a iniciar un cam­bio en nuestro estilo de vida. Juan aplica esta prueba sin hacer salvedades en su primera carta. Dice que si alguien persiste en la desobediencia a los mandamientos de Dios y en el incumplimiento de sus deberes para con sus seme­jantes, entonces no es cristiano, pese a todo lo que diga. La rectitud y el amor son marcas obvias del hijo de Dios.

8 Romanos 5:5; 8:15,16.

9 Romanos 8:9-17.

Una relación segura

Supongamos que hemos entrado en esta relación íntima con Dios y estamos ciertos de ella en base a la propia palabra de Dios. La pregunta ahora es: ¿Es una relación segura? ¿No podemos nacer en la familia de Dios por un momento y ser repudiados al momento siguiente? La Biblia indica que es una relación permanente. "Y por ser sus hijos -dice Pablo-, tenemos derecho a la herencia que Dios no ha prometido, la cual compartimos con Cristo." 10 Y más adelante argumenta, en un hermoso pasaje al final del capítulo 8 de Romanos, que los hijos de Dios están seguros eternamente, puesto que nadie pue­de separarlos de su amor.

Pero, ¿qué sucede si peco y cuando peco? , podría alguien preguntar. ¿No invalida mi calidad de hijo? ¿Dejo de ser hijo de Dios? No. Pensemos en la analogía de una familia humana. Un hijo es terriblemente grosero con sus padres. Sobre el hogar desciende una nube. Hay tensión en la atmósfera. Se rompe la comunicación entre el padre y el hijo. ¿Qué ha sucedido? ¿El joven ha dejado de ser hijo? ¡No! Su relación no ha cambiado, pero su comu­nión ha quedado interrumpida. La relación depende del nacimiento; la comunión depende de la conducta. Tan pronto como el joven pide disculpas, es perdonado. Y el perdón restablece la comunión. Mientras tanto, la relación ha permanecido igual. El hijo pudo haber sido transitoria­mente desobediente y aun atrevido; pero no por eso ha dejado de ser hijo.

Así sucede con los hijos de Dios. Cuando pecamos, no perdemos la relación que como hijos tenemos con él, aunque nuestra comunión con él se ve estorbada hasta que confesamos y abandonamos nuestro pecado. En cuan­to "confesamos nuestros pecados, podemos confiar en que

10 Romanos 8:17.

Dios hará lo que es justo; nos perdonará nuestros pecados y nos limpiará de toda maldad", puesto que "si alguno comete pecado tenemos un abogado delante del Padre, que es Jesucristo, y él es justo. Jesucristo es el medio por el cual nuestros pecados son perdonados".11 Así que no esperes hasta que llegue la noche, menos aún el domingo siguiente, para arreglar lo que ande mal durante cada día. Más bien, cuando caigas, ponte de rodillas, arrepiéntete y busca humildemente el perdón del Padre enseguida. Pro­cura conservar limpia y sin manchas tu conciencia.

Para expresarlo de otra manera, sólo podemos ser justi­ficados una vez, pero necesitamos ser perdonados cada día. Jesús dio a sus discípulos una ilustración de esto cuando les enjuagó los pies. Pedro le dijo que, además de lavarle los pies, le lavara también las manos y la cabeza, Pero Jesús le contestó: "El que está recién bañado no necesita lavarse más que los pies, porque está todo lim­pio."12 La persona que fuera invitada a una cena en Jerusalén, antes de salir de su casa se bañaba. Al llegar al hogar de su anfitrión, éste no le ofrecería otro baño: un esclavo lo esperaba a la puerta de calle para lavarle los pies. Así también, cuando nos acercamos a Cristo por primera vez en un acto de arrepentimiento y fe, recibimos un "baño" -el baño de la justificación, exteriormente simbolizado por el bautismo. Este acto no necesita repe­tirse. Sin embargo, al transitar por las calles polvorientas de este mundo, constantemente necesitamos "lavarnos los pies" -el lavamiento del perdón diario.

11 1 Juan 1:9; 2:1,2.

12 Juan 13:10.

Responsabilidades cristianas

El ser hijo de Dios es un privilegio maravilloso, pero también comporta ciertas obligaciones. Pedro lo Sugiere cuando escribe: "como niños recién nacidos, busquen con ansia la leche pura espiritual, para que por ella crezcan y tengan salvación."13

El gran privilegio del hijo de Dios es su relación con él; la gran responsabilidad es su crecimiento. A todo el mun­do le agradan los niños, pero nadie en su sano juicio quiere verlos en un jardín de infantes toda la vida. Sin embargo, la tragedia es que muchos cristianos, habiendo nacido de nuevo en Cristo, nunca crecen. Otros hasta sufren de regresión infantil espiritual. El propósito de nuestro Padre celestial, por otra parte, es que los "niños en Cristo" lleguen a ser "personas maduras en Cristo.14 El nacimiento debe ser seguido por el crecimiento. La crisis de la justificación -nuestra aceptación por parte de Dios- debe llevamos al proceso de la santificación -nues­tro crecimiento en santidad-, al cual se refiere Pablo.

Hay dos esferas principales en las cuales el cristiano debe crecer. La primera es el entendimiento y la segunda la santidad. Cuando iniciamos la vida cristiana, probable­mente entendemos muy poco y apenas conocemos a Dios. Ahora tenemos que crecer en el conocimiento de Dios y de nuestro Señor y Salvador Jesucristo." Este conoci­miento es en parte intelectual y en parte personal. En lo que atañe al primero, quisiera animar al lector a que estudie no sólo la Biblia sino también buena literatura cristiana. El descuido del crecimiento en entendimiento acarrea graves peligros.

También tenemos que crecer en santidad de vida. El Nuevo Testamento menciona el desarrollo de nuestra fe en Dios, de nuestro amor hacia quienes nos rodean, y de nuestra semejanza con Cristo.

13 1 Pedro 2:2.

14 Cf. 1 Corintios 3:1; Colosenses 1:28. 13 Cf. Colosenses 1:10; 2 Pedro 3:18.

Cada hijo de Dios anhela ser conformado más y más en su carácter y conducta al mismo Hijo de Dios. La vida cristiana es una vida de rectitud. Debemos esforzamos por obedecer los manda­mientos de Dios y cumplir su voluntad. El Espíritu Santo nos ha sido dado con este propósito. El hace de nuestro cuerpo su propio templo. El mora en nosotros. Y a medida que nos sometemos a su autoridad y acatamos su dirección, hace que su fruto -"amor, alegría, paz, pacien­cia, amabilidad, bondad, fidelidad, humildad y dominio propio" 16 aparezcan en nuestra vida.

Pero, ¿cómo creceremos? Hay tres secretos principales relativos al desarrollo espiritual. Los tres constituyen a la vez las responsabilidades primordiales del hijo de Dios.

Nuestro deber para con Dios

Nuestra relación con el Padre celestial, aunque segura, no es estática. El quiere que sus hijos crezcan en ‘un conoci­miento cada vez más íntimo de él. Muchas generaciones de cristianos han descubierto que la manera principal de lograr esto es acercarse diariamente a él, dando tiempo al estudio bíblico y la oración. Esto es una necesidad indis­pensable para el cristiano que quiere progresar. Todos estamos excesivamente ocupados en esta época, pero de alguna manera tenemos que reajustar nuestro horario a fin de dar lugar a estas prioridades. Esto significa la acepta­ción de una rigurosa autodisciplina. Con ésta y con una edición legible de la Biblia y un reloj despertador que funcione, estamos en el camino a la victoria.

Es importante mantener el equilibrio entre la lectura bíblica y la oración, puesto que Dios nos habla por medio de la Escritura, mientras que nosotros le hablamos por medio de la oración. Asimismo es importante ser siste­mático en lo que toca a la lectura de la Biblia. Hay varios métodos disponibles.17 Antes de leer, ora pidiendo a Jesús que su Espíritu Santo abra tus ojos e ilumine tu mente. Luego lee lentamente, meditando y pensando sobre lo que lees. Lee y relee el pasaje. Cava hondo hasta descubrir su significado. Haz uso de alguna versión moderna. Tam­bién puede serte de ayuda un comentario bíblico.’9 Pien­sa también sobre cómo se aplica a tus propias circuns­tancias el mensaje del pasaje que has leído. Busca las promesas que debes hacer tuyas, los mandamientos que debes obedecer, los ejemplos que debes seguir y los pe­cados que debes evitar. Conviene tener a mano una libreta de apuntes a fin de anotar todo lo que uno aprende. Sobre todo, ocúpate de mirar a Jesucristo. El es el tema central de la Biblia y por medio de ésta podemos encon­tramos con él personalmente, además de hallar su revelación.

La oración sigue como algo natural. Comienza respon­diendo a Dios sobre el mismo tema respecto al cual te ha hablado. ¡No cambies la conversación! Si te ha hablado de sí mismo y de su gloria, adóralo. Si te ha hablado de ti y de tus pecados, confiésaselos. Agradécele también por cualquier bendición que te haya dado en este día.

16 Gálatas 5:22.

Después de haber orado en base al pasaje bíblico, querrás seguir orando por otros asuntos. Si usas la Biblia, como el primer auxiliar para la oración, tu diario será el segundo. Encomienda a Dios por la mañana todos los detalles del día que tienes delante de ti. Por la noche, repasa con él todo lo que has hecho, confesando los pecados cometidos, dándole gracias por todas las bendi­ciones recibidas e intercediendo por las personas con quie­nes te has entrevistado.

Dios es tu Padre. Mantén delante de él una actitud natural, confiada y osada. El tiene interés en todos los detalles de tu vida. Muy pronto encontrarás que te es necesario hacer una lista de los parientes y amigos por los cuales sientes la responsabilidad de orar. Conviene hacer la nómina lo más legible posible, de modo que se pueda agregar o quitar nombres con facilidad.

Nuestro deber para con la Iglesia

La vida cristiana no es solamente un asunto privado de cada cual. Si hemos nacido de nuevo en la familia de Dios, entonces Dios se ha constituido en nuestro Padre celestial. Pero eso no es todo: todos los demás cristianos del mundo, sea cual sea su nacionalidad o denominación, son ahora nuestros hermanos en Cristo. Uno de los nom­bres más comunes que el Nuevo Testamento da a los cristianos es el de "hermanos". Esta es una verdad glorio­sa. Pero no basta sentirse miembro de la Iglesia universal de Cristo: tenemos que pertenecer a alguna de sus con­gregaciones locales. Tampoco basta pertenecer a alguna asociación de jóvenes en la universidad o en algún otro lugar (aunque espero que tú seas activo en alguna de ellas). El lugar de cada cristiano está en la iglesia local, y debe participar en su adoración, comunión y testimonio.

Tal vez preguntes a qué iglesia debes unirte. Si ya estás relacionado con una iglesia, por haberte criado en ella o porque has estado asistiendo a sus reuniones últimamente, no conviene que cortes esa relación, a menos que tengas una razón de peso. Sin embargo, si estás en libertad de escoger la iglesia de la cual seas miembro, hay dos crite­rios que pueden guiarte. El primero tiene que ver con el pastor, el segundo con la congregación. Haz las siguientes preguntas: ¿Cuál es la actitud del pastor hacia la auto­ridad de la Biblia? ¿Trata de explicar su mensaje y rela­cionarlo a la vida contemporánea? Y en lo que atañe a la congregación, ¿por lo menos se aproxima a lo que debe ser una comunidad de creyentes que aman a Cristo, se aman mutuamente y aman a los demás?

El bautismo es la puerta de entrada a la sociedad cristiana visible. También tiene otros significados, como hemos visto, pero si tú no has sido bautizado, debes pedir al pastor o anciano de tu iglesia que te prepare para el bautismo. Luego, ingresa de inmediato a la comunidad cristiana. Habrá cosas que al principio te parecerán extra­ñas, pero no te quedes a un lado. La asistencia dominical a la iglesia es un claro deber cristiano y casi todas las ramas de la Iglesia cristiana concuerdan en que la Santa Cena (o Cena del Señor) es el culto central de la iglesia instituido por Cristo para conmemorar su muerte, en comunión los unos con los otros.

¡Espero no haber dado la impresión de que la comu­nión con los hermanos en Cristo es un festín dominical únicamente! El amor con los demás cristianos, no obs­tante las dificultades aparentes, es una experiencia real y nueva. En una comunidad cristiana con gente de diferente formación y edad, se puede descubrir las profundidades de la amistad y la comunión mutua. Es inevitable que los amigos más allegados del cristiano sean otros cristianos. Sobre todo, la compañera o compañero para toda la vida también debe serlo.20

Nuestro deber para con el mundo

La vida cristiana es un asunto familiar en el que los hijos disfrutan la comunión con su Padre y entre sí. Pero nadie piense, ni por un momento, que esto agota las responsa­bilidades del cristiano. Los cristianos no están llamados a constituir un círculo cerrado de personas que se admiran mutuamente y que no piensan sino en sí mismas. Por el contrario, cada cristiano debe estar profundamente preo­cupado por sus semejantes. Y parte de su vocación cris­tiana es servir a éstos en todo cuanto esté a su alcance.

Históricamente la Iglesia se ha distinguido por su labor a favor de los necesitados y los marginados: los pobres, los hambrientos, los enfermos, las víctimas de la opresión y la discriminación, los esclavos, los prisioneros, los huér­fanos, los refugiados y los desadaptados. Todavía hoy en todo el mundo los seguidores de Cristo están tratando de aliviar toda suerte de sufrimientos y miserias en su nom­bre. Sin embargo, queda muchísimo por hacer. Y tenemos qué confesar con vergüenza que a veces otros que no pretenden ser cristianos muestran más compasión que quienes decimos conocer a Cristo.

Hay otra responsabilidad especial de los cristianos para con el "mundo" (para usar el término con que la Biblia se refiere a quienes no conocen a Cristo ni pertenecen a su Iglesia): la evangelización. "Evangelizar" es, literalmente, difundir las buenas nuevas acerca de Jesucristo. Todavía hay millones de personas que jamás han oído hablar ni de Jesucristo ni de su salvación. Parecería que la Iglesia ha estado dormitando por siglos. ¿Será la generación presente la generación en que los cristianos despierten y ganen el mundo para Cristo? Tal vez él tenga una tarea especial para ti, específicamente en el ministerio pastoral o como misionero. Si todavía eres estudiante, sería una equivo­cación dar un paso precipitado. Pero trata de descubrir la voluntad de Dios para tu vida, y ríndete a ella.

No todo cristiano ha sido llamado a ser pastor o misionero, pero la intención de Dios es que todo cristiano sea un testigo de Jesucristo. Su responsabilidad solemne es llevar una vida caracterizada por la autenticidad, el amor, la humildad, la honradez a la manera de Cristo y tratar de ganar a otros para el Señor, sea en su propio hogar, o entre sus compañeros de estudios o de trabajo. Para ello, se mostrará discreto, humilde y cortés, pero resuelto.

La manera de empezar es orando. Pide a Dios que te dé una preocupación especial por uno o dos de tus ami­gos. Por lo general conviene limitarse a personas del mis­mo sexo y más o menos de la misma edad. Luego ora regular y definidamente por la conversión de esas per­sonas; fomenta su amistad como un fin en sí; dales tiempo y ámalas en verdad. Muy pronto se dará la oportunidad de llevarlas a alguna reunión donde puedan escuchar una explicación del evangelio, o de ofrecerles literatura cris­tiana para que lean, o de contarles sencillamente lo que Cristo Jesús significa para ti y cómo lo encontraste. Casi no necesito decir que nuestro testimonio más elocuente no tendrá ningún efecto si no está respaldado por nuestra conducta, y nada tiene tanta influencia favorable a Cristo como una vida que obviamente él está transformando.

20 Ver, por ejemplo, 2 Corintios 6:14.

Tales son los grandes privilegios y responsabilidades del hijo de Dios. Nacido en la familia de Dios y gozando con su Padre celestial una relación que es íntima, cierta y segura, trata de disciplinarse diariamente en el estudio de la Biblia y la oración, es leal a la iglesia a la cual pertenece y activo en el servicio y el testimonio cristiano.

Esta descripción de la vida cristiana revela la tensión a la cual todos los cristianos están sujetos. En resumen, somos ciudadanos de dos reinos, el uno terrenal y el otro celestial. Y cada ciudadanía nos impone deberes que no podemos eludir.

Por un lado, el Nuevo Testamento pone énfasis en nuestras obligaciones hacia el estado, el trabajo, la familia y la sociedad en general. La Biblia no permite que nos sustraigamos de estas responsabilidades para dedicarnos al misticismo, al monasticismo o aun a la comunión aislada del mundo.

Por otro lado, algunos autores, del Nuevo Testamento nos recuerdan que somos "extranjeros" y "peregrinos" en la tierra, que somos "ciudadanos del cielo", y que estamos en camino hacia nuestro hogar eterno.21 Consecuen­temente, no debemos amontonar riquezas aquí en la tie­rra, ni dedicarnos a ambiciones puramente egoístas, ni dejamos asimilar por el estilo de vida del mundo, ni afligimos indebidamente con las preocupaciones de la vida presente.

-Es relativamente fácil eliminar esta tensión escondién­dose en Cristo y olvidándose del mundo, o compro­metiéndose con el mundo y olvidando a Cristo. Sin em­bargo, ninguna de estas soluciones es genuinamente cris­tiana, ya que ambas implican la negación de una u otra de nuestras obligaciones cristianas. El cristiano equilibrado que hace de las Escrituras su guía tratará de vivir igual­mente y a la vez "en Cristo" y "en el mundo". No puede evadir ninguna de las dos realidades.

Esta es la vida del discipulado a la cual nos llama Jesucristo. El murió y resucitó para que nosotros pudié­ramos llevar una nueva vida. El nos da su Espíritu para que podamos vivir como cristianos en el mundo.

Ahora nos llama a seguirle, a entregamos a su servicio completamente y sin reservas

21 Ver, por ejemplo, 1 Pedro 2:11; Filipenses 3:20; 2 Corintios 4:16-18.

J.Stott

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