Los dones de poder son la sanidad, los milagros y la fe. Configuran la continuidad del ministerio de misericordia de Jesús hacia los necesitados. La mayoría de las personas se muestran interesadas en los dones de la sanidad, porque la necesidad es algo tan generalizado. Es fácil comprender que se trata de uno de los dones que más benefician al hombre en su vida. De los nueve dones es, con mucho, el más aceptado por la cristiandad. Fue el Señor Jesús quien le dio la preeminencia que tiene, pues el noventa por ciento de su ministerio en la tierra lo utilizo sanando enfermos. La primera instrucción que les dio a sus discípulos fue:
«¡Sanad enfermos!» (Mateo 10:8.)
Sin embargo, en el lapso transcurrido entre la resurrección y su ascensión, la Biblia no registra que Jesús practicara ninguna curación. Durante esos cua­renta días, ocupo gran parte de su tiempo enseñando y preparando a sus discípulos para proseguir con el ministerio que el comenzó. Inmediatamente después de Pentecostés, los primeros creyentes continua­ron el ministerio de Jesús, sanando enfermos, resu­citando a los muertos, y echando fuera espíritus in­mundos. El ministerio de sanidad de Jesús ha pro­seguido por casi dos mil años, y continuará así hasta que el vuelva a la tierra. Jesús nos dio esta gran promesa: «El que en mi cree, las obras que yo hago, el las hará también; y aún mayores hará, porque yo voy al Padre.» (Juan 14:12.)
Los dones de la sanidad se destinan para la curación de lesiones, incapacidades físicas o mentales, y enfermedades en general, sin la ayuda de medios naturales de la destreza humana.
Son manifestaciones del Espíritu Santo que, movido a misericordia, y canalizándose a través de seres humanos, van en ayuda del necesitado. Las personas utilizadas por Dios como sus conductor para ejercer la sanidad; no deberían tener la pretensión de «poseer» esos dones, ni deberían adjudicarse el titulo de «sanadores», sino mas bien darse cuenta que a través de ellos podrían ma­nifestarse cualquiera de los nueve dones, en la ocasión en que lo dispusiera el Espíritu Santo, de acuerdo a las necesidades de los que lo rodean. Existe una real interdependencia entre Dios y el hombre en todo lo relativo a los dones del Espíritu. Por ejemplo, si somos movidos a orar por un amigo, debemos tomar nuestro vehículo, ir a la casa del amigo, hablar de cómo Jesús sana hoy en día, orar con el amigo y Jesús hará la curación. Un espectador podría decir: «A, lo que parece, lo han hecho todo.» En realidad, al principio, fuimos un «testigo», informando lo que puede hacer Jesús; luego un «mensajero», trayendo el don de Jesús, a través del Espíritu Santo que mora en nosotros. Dios nos guía y nos utiliza en su tarea, pero el que sana es Jesús. Gozamos del privilegio de ser colaboradores juntamente con el Señor Jesús. Después de la ascensión y de Pentecostés, la Escritura nos dice que los discípulos «… saliendo, predicaron en todas partes, ayudándoles el Señor y confirmando la palabra con las señales que la seguían». (Marcos 16:20.)
No es indispensable que un cristiano haya recibido el bautismo del Espíritu Santo para poder orar por los enfermos, ni el hecho de que una persona que ha orado con resultados positivos por un enfermo sea una señal de que ha recibido el bautismo del Espíritu Santo. Jesús dijo: «Estas señales seguirán a los que creen… sobre los enfermos pondrán sus manos, y sanarán.» (Marcos 16:17-18.) Cualquier creyente pue­de orar por un enfermo y verlo curarse por el poder de Jesús. Sin embargo, y hablando en términos ge­nerales, el don de sanidad se manifiesta después de haber recibido el bautismo en el Espíritu Santo, al aumentarse la fe, y recién entonces el cristiano co­mienza a ministrar a los enfermos. Al igual que los otros dones, el de sanidad se exterioriza con mucha mayor intensidad y realidad, después de recibir el Espíritu Santo.
Se entiende habitualmente por «imposición de las manos» el tocar la cabeza del enfermo con una o las dos manos, mientras elevamos la oración. No es un acto mágico, pero es bíblico. Como lo expresa Oral Roberts, constituye un «punto de contacto» para que el enfermo «libere su fe». Puede también ser una vía por la cual se canalice el efectivo poder del Espíritu. La Biblia dice que podemos poner las manos sobre el enfermo, y así lo hacemos. No obstante, tomemos nota de que Jesús oró por los enfermos de muy variadas maneras. A veces ponía sus manos so­bre ellos, o tocaba sus ojos o sus orejas; en otras oca­siones les soplaba su hálito; y a veces no hacia ni siquiera un gesto, simplemente pronunciaba una pa­labra y los enfermos eran curados. En algunas oca­siones les ordenaba a ellos que hicieran algo, como un acto de fe. Una vez le untó con barro los ojos a un hombre y le ordenó que se lavara. Y a unos lepro­sos todo lo que les dijo fue: «Id, mostraos a los sa­cerdotes» (el departamento sanitario), y al darse vuel­ta para ir, ¡fueron sanados! De paso, debemos llamar la atención sobre todas las personas afectadas de enfermedades que requieren tratamiento medico y están sometidas a medicación. Aconsejamos a los tales, que no suspendan el tratamiento especifico (con­tra la epilepsia, la diabetes, los trastornos cardiacos, por ejemplo) antes de «ir y mostrarse a los sacer­dotes» -los médicos- quienes deberán certificar la curación. Lo mismo se aplica a las personas afectadas de tuberculosis o cualquier otra enfermedad contagio­sa, que ha sido curada por Jesús por medio del don de sanidad.
En la epístola de Santiago leemos de curaciones efectuadas a enfermos «ungiéndoles con aceite» (San­tiago 5:14-15) y en respuesta a sus oraciones eleva­das con fe. Los ancianos, los dirigentes de la congregación, efectúan el ungimiento al par que oran por los enfermos de esa congregación en particular. Los discípulos ungían con aceite y oraban por los enfermos. (Marcos 6:13.) En la Biblia el aceite re­presenta uno de los símbolos del Espíritu Santo. «Ungir» significaba derramar aceite (generalmente de oliva) sobre el enfermo mientras se oraba por el. Actualmente la costumbre se reduce a tocar la frente del enfermo con aceite. La epístola de Santiago dice a continuación: «La oración de fe salvará (sanará) al enfermo, y el Señor lo levantará…» (Santiago 5:15.) Notemos la naturaleza incondicional de la pro­mesa. En la Escritura no hallamos ningún manda­miento que nos exija concluir la oración de sanidad con esa frase tan devastadora de la fe que dice: «Si es tu voluntad». Dios ha dejado claramente sentado en su Palabra, que es su voluntad curar a los enfer­mos, de modo que todo cuanto se diga al respecto esta demás. Jesús jamás utilizó la forma condicional cuando oro por los enfermos. El nos dijo que debemos creer que habremos de recibir la respuesta a nuestras oraciones, aun antes de que oremos. (Marcos 11:24.) Algunos nos recuerdan que Jesús oró en Getsemani diciendo «Padre, si quieres…» ó «no se haga mi voluntad, sino la tuya». Pero esta es una situación totalmente distinta. Jesús sabía cual era la voluntad del Padre. Vino al mundo con el exclusivo propósito de morir por nuestros pecados y resucitar para nues­tra justificación. La oración se refería a su renuencia de sentirse separado de la amante comunión con su Padre, que es lo que ocurriría durante las dolorosas horas de la cruz, cuando cargo sobre sus hombros e1 pecado de toda la humanidad.
Y cuando se trata de la sanidad, sabemos cual es la voluntad del Padre: «Yo soy Jehová, el sanador.» (Éxodo 15:26.) «El que sana todas tus dolencias.» (Salmo 103:3.) «Quitaré toda enfermedad de en me­dio de ti.» (Éxodo 23:25.)
Algunos confían en que Jesús podría sanar ¡pero no están muy seguros en cuanto al Padre! En cierta ocasión le pidieron a Dennis que visitara a una mujer gravemente enferma a quien los médicos habían desahuciado.
Cuando entro a la pieza, pudo ver que efectiva­mente estaba muy enferma. Pálida y enflaquecida, mostraba, sin embargo, un hermoso resplandor en su rostro. Con una sonrisa le dijo a Dennis: -No se preocupe. Estoy reconciliada con el hecho de que esta es la voluntad de Dios.
¿Qué podía responder a eso? Lo habían enviado a orar por su mejoría, y ella estaba segura de que Dios quería que muriera. Le dijo:
-No puedo discutir con usted en momentos como estos, pero le ruego me conteste una pregunta: si Jesús en persona entrara a esta pieza ¿que cree usted que haría?
-¡Me sanaría!
Dennis asintió. -¿No tiene ninguna duda en cuanto a eso?
Movió su cabeza en un gesto negativo.
-Bueno. Jesús dijo que el únicamente hacia las cosas que veía hacer al Padre, es decir que no hacía nada por sí mismo. (Juan 5:19.) También dijo que el y su Padre estaban tan unidos, como si fueran uno, y que, si le habíamos visto a e1, habíamos visto al Padre. ¿Cómo puede usted decir, entonces, que Jesús la sanaría pero que la voluntad del Padre es que muera de esta enfermedad?
Meditó un rato y luego su rostro se iluminó más de lo que ya estaba.
-Comprendo bien lo que usted quiere decir.
Y ahora si podían orar en favor de su curación.
Una señora nos relato su experiencia. «Cuando es­tuve gravemente enferma, varias personas oraron conmigo pero al terminar siempre añadían las pa­labras «si fuere tu voluntad, Señor». Yo me angustia­ba cada vez que oía esa frase. El día en que recupere la salud fue el día en que una de esas personas oró con verdadera fe. Estuve esperando escuchar la frase «si fuere tu voluntad», pero ¡alabado sea el Señor! no la dijo.» Si no podemos orar por un enfermo con certeza y fe, deberíamos abstenernos de orar hasta que logremos hacerlo o, de lo contrario, pedirle a otro que lo haga.
No es necesario que elevemos largas oraciones por los enfermos. Cuando contamos con la fe necesaria para pronunciarla, una palabra imperativa basta para lograr el resultado apetecido: «¡Sana, en el nombre de Jesús!» Jesús sanaba con un toque o una palabra, casi siempre con una orden: «Sé limpio» le dijo al leproso. Al paralítico le dijo: «Levántate, toma tu lecho y vete a tu casa.» Ordenó a los oídos del sordo: «Sé abierto.» Al hombre que tenía la mano seca le ordenó: «Extiende tu mano» y la mano le fue res­taurada sana.
Observemos que en la lista de 1 Corintios 12:9 Pablo habla de «dones de sanidades» y no de «don de la sanidad». Los menciona tres veces en el capítulo y en todos los casos los dos sustantivos están en plural. La traducción literal diría: «Dones de sanidades.»
Y es lógico que así sea, desde el momento en que hay muchas enfermedades se necesitan muchos do­nes. Una de las más hermosas promesas de sanidad, referidas a Jesús como nuestro Sanador, es la que dice: «El herido fue por nuestras rebeliones, molido por nuestros pecados; el castigo de nuestra paz fue sobre e1, y por su llaga fuimos nosotros curados.» (Isaías 53:5.) Y nosotros podemos decir con Pedro, lo que e1 dijo mirando atrás hacia la crucifixión: «Por cuya herida fuisteis sanados.» (1 Pedro 2:24.) Las treinta llagas en las espaldas de Jesús representan la sanidad de todas nuestras enfermedades. Al igual que con los demás dones, algunos cristianos reciben el ministerio de sanidad, y con frecuencia son utilizados de esta manera. Y no es raro observar, en este mi­nisterio, que resulta más efectivo orar por algunas enfermedades en particular. Por ejemplo, un amigo nuestro realiza un poderoso ministerio para la artri­tis, otro para los dolores de muelas, etc. Tal vez sea esta la razón porque Pablo habla de «dones de sanida­des». Algunos han desarrollado’ este ministerio de manera notable, a resultas de lo cual miles de perso­nas han sido curadas y auxiliadas. Estamos profunda­mente agradecidos a esas personas dedicadas y entre­gadas a Dios. Y será aun más esplendido cuando un crecido número de los hijos de Dios tomen la inicia­tiva y obedezcan el mandato de «sanad a los enfer­mos». En toda congregación donde sus miembros han recibido el bautismo en el Espíritu Santo, se encuentra gente con un ministerio de sanidad latente.
Una persona puede ser curada por la fe de otra cuando esta demasiado enferma o débil para ejer­citar su propia fe (Marcos 2:3-5) aun cuando este inconsciente o en coma. La curación puede efectivi­zarse por medio de la fe sola (en Jesús) del enfermo (Mateo 9:22, 29) o por la fe combinada del enfermo y del que ejerce su ministerio. (Marcos 5:25-34.) Esto último, por supuesto, es la situación más de­seable. Cuando sea posible, es importante darse el tiempo suficiente para cimentar la fe del enfermo, antes de imponerle las manos para la curación. Esto puede hacerse compartiendo pasajes de la Biblia que se refieren a la sanidad, y compartiendo testimonios personales. Ya le dijo el apóstol Pablo escribiendo a los romanos: «La fe es por el oír, y el oír, por la Palabra de Dios.» (Romanos 10:17.) Debemos acla­rar con toda precisión que ni siquiera necesitamos depender de la fe de otros, y que nos basta con la Palabra de Dios.
Rita estaba compartiendo su testimonio con un grupo de mujeres en un hogar en Spokane, Washing­ton, en el año 1965, cuando sonó el teléfono. Era una señora que se llamaba Juanita Beeman. La dueña de casa la presentó a Rita por teléfono, y tomó cono­cimiento del problema. Juanita tenía una afección cardiaca que se manifestaba por taquicardia (aceleración de los latidos del corazón) debido a lo cual le hablan instalado un marcapaso electrónico. A pe­sar de que habían transcurrido varios meses desde la operación para implantarle el aparato, tenia que guardar cama en reposo absoluto. Su corazón estaba dilatado y cada quince días tenían que extraerle el líquido que resumía y que se deposita alrededor del corazón, debido a la presencia del aparato que ac­tuaba como un cuerpo extraño. Le pidió por teléfono a Rita que fuera a su casa a orar por ella. A la mañana se dio cuenta de que eran verdaderos creyentes. Después de compartir los pasajes referidos a la sanidad y de hablar sobre los distintos casos de sanidad que ella había presenciado, oraron. La presencia de Dios se hizo tan patente y poderosa, que todos ellos fueron movidos a lágrimas. Varios días después, cuando Jua­nita entro caminando al consultorio del médico (antes debido a su debilidad tenia que ser transportada en una silla de ruedas), este le preguntó sorprendido:
-¿Qué ha sucedido?
Ella le respondió alegremente: -¡Dios contesta las oraciones, doctor!
El médico la examino, y comprobó que su corazón se había reducido a su tamaño normal, y que no se había depositado mas liquido. Juanita, desde entonces, ha vivido una vida gozosa y activa.
Cuando oramos por los enfermos, tanto ellos como nosotros deberíamos sentirnos edificados. Smith Wig­glesworth aseguro que nunca sentía tan de cerca el poder de Dios como cuando oraba por los enfermos. Muchas veces tuvo una visión de Jesús cuando es­taba entregado a una ferviente oración de sanidad. Descubrió, además, la importancia que tiene el medio ambiente que nos rodea cuando hacemos la oración.
Nos consta que hemos visto a un paciente literal­mente dominado por la televisión, cuando tenia sus ojos pegados a la pantalla ¡y a duras penas logramos convencerlo que apagara el televisor para poder ele­var una oración de sanidad! Si las circunstancias están bajo nuestro control, debemos insistir en quitar todo motivo de distracción, no solamente durante el momento que dure la oración, sino especialmente después y, si es posible, antes. Smith Wigglesworth, si podía, solicitaba a los incrédulos que abandonaran la pieza antes de elevar la oración de sanidad. Así lo hizo Jesús cuando resucito a la hija de Jairo. (Mar­cos 5:38-40.) Por supuesto que todas estas actitu­des deben ser tomadas con amor.
Las personas que sientan la vocación de orar por los enfermos deben dedicar el tiempo que sea nece­sario para preguntarle a Dios cómo proceder. Se debe contar con que otros dones del Espíritu, tales como la palabra de sabiduría y la palabra de conocimiento se manifiesten conjuntamente con los dones de sani­dades. Pudiera haber algo en la vida del enfermo que esté impidiendo la curación, y que podría ser re­velada por la palabra de sabiduría.
El don de la palabra de sabiduría puede ser un gran edificador de la fe. A veces el Señor le hará conocer a un cristiano que otro padece de una enfer­medad. Al compartir ambos cristianos este conoci­miento, le infundirá al enfermo una gran certeza y la fe necesaria para receptar la sanidad que se le ofrece. Varios evangelistas de sanidad dependen en gran medida de la palabra de sabiduría para cimen­tar la fe, y a medida que el Señor pone de manifiesto las necesidades, la gente es curada allí donde se en­cuentren, sentadas o de pie, sin necesidad de que nadie en particular oficie con ellos individualmente, aparte del Señor.
La fe, por supuesto, es el más importante de los dones en el ministerio de la sanidad. Hay ocasiones en las cuales el don de la fe será tan fuerte, que sabremos, aun antes de orar, que la persona será curada.
Es importante explicarle al enfermo, que cuando las manos les son impuestas, debe dar rienda suelta a su fe y recibir la curación. Como ya lo hemos dicho, la sanidad de Dios puede producirse por un toque, una palabra o cualquier otro acto de fe. Algunas per­sonas fueron curadas escuchando la radio cuando un evangelista predicaba sobre la sanidad. Esto ocurrió recientemente durante el curso de una transmisión radial en Seattle, Washington, a pesar de ni siquiera haberlo sugerido. Una radio escucha dio rienda suelta a su fe y se curó.
Personas en lugares alejados, fueron curadas por las oraciones de sus amigos (Mateo 8:8), aun sin saber que los amigos estaban orando. Un grupo de miembros de la Iglesia Episcopal de Van Nuys, California, oraban por una amiga que sufría de un tremendo absceso en la mue­la. Mientras oraban, sonó el teléfono:
¿Que esta ocurriendo ahí? -pregunto la mu­jer-. ¡De pronto me he curado!
La Biblia registra otros casos extraordinarios de sanidad por el simple hecho de que la sombra de una persona pasara sobre los enfermos (Hechos 5:15) o entregando a los enfermos paños o delantales que habían tocado las personas utilizadas por Dios para ese ministerio de la sanidad. (Hechos 19:11-12.) De más está decir que estas cosas pueden ser motivo de abuso o de uso incorrecto, pero sin duda alguna son reales y verdaderas. Además, repetimos, brindan la ocasión para dar rienda suelta a la fe. Sabemos de casos, en la actualidad, en que alguien ha puesto en contacto con el cuerpo del enfermo -sin que el en­fermo lo supiera- un pañuelo bendecido, y el enfer­mo se ha curado. En este caso actúa la fe de la per­sona que trae el objeto bendecido y que es el conducto que Dios utiliza para la curación.
Sabemos por la Biblia que Dios quiere que su pueblo sea integro en espíritu, alma y cuerpo. A pesar de lo maravilloso que es la curación física, estamos conscientes de que nuestra vida en este planeta no pasa de ser una gota en el océano de la eternidad. De ahí que, como es fácil comprender, la sanidad más importante es la curación del alma y del espíritu, pues ello tiene valor eterno. Muchas veces, sin embargo, cuando el hombre interior recibe la salvación de Dios, se produce una reacción en cadena por la cual la santidad de Dios le infunde salud al espíritu y al cuerpo. La carta a los romanos dice así: «Si confesares con la boca que Jesús es el Señor, y creyeres en tu corazón que Dios se levanto de los muertos, serás salvo.» (Romanos 10:9.) En griego, la palabra que nosotros traducimos como «salvar» es sozo, que sig­nifica ser curado, resguardado de peligro, mantenido en lugar seguro, o salvado de la muerte eterna. Es una palabra que abarca muchísimos conceptos, y se aplica no solo al espíritu sino también al alma y al cuerpo. Cuando Ananías oró por Pablo, este fue cura­do de su mal físico y bautizado en el Espíritu Santo casi simultáneamente. (Hechos 9:17-18.) Y sabemos que estas cosas ocurren en el día de hoy. La oración en el lenguaje que dicta el Espíritu Santo (hablando en lenguas) puede curar, pues el Espíritu Santo nos guía para que oremos por nuestras debilidades y dolencias, y por las necesidades de otro. (Romanos 2:26.)
Hemos mencionado, según Santiago 5, las directi­vas de ungir a los enfermos con aceite y pronunciar la oración de la fe. También observamos que Santia­go dice «Si hubiere cometido pecados, le serán per­donados». (Santiago 5:15.) La enfermedad, como la muerte, apareció como resultado de la caída del hom­bre. Pero el Señor Jesús dejó claramente sentado que no toda enfermedad es el resultado directo del pecado en la vida del individuo. Los discípulos le preguntaron sobre el ciego relatado en Juan 9: «¿Quién pecó, este o sus padres, para que haya nacido ciego?» La res­puesta de Jesús fue terminante: «No es que pecó este ni sus padres, sino para que las obras de Dios se manifiesten en el.» (Juan 9:3.)
Pero en otras ocasiones, Jesús establece una rela­ción directa entre los pecados del individuo y su en­fermedad. En Lucas 5 leemos de la forma de que se valieron cuatro amigos para transportar un paralítico hasta donde estaba Jesús. Como primera medida Jesús le dijo al paralítico: «Hombre, tus pecados te son perdonados.» Luego le ordenó que se levantara y se fuera a su casa.
En Juan 5 Jesús sana otro paralítico, pero esta vez le advierte: «No peques más, para que no te venga alguna cosa peor.» (Juan 5:14.)
Cuando oramos por los enfermos, debemos estar advertidos de que un pecado sin arrepentimiento, un hondo resentimiento o una pésima actitud, pueden interferir e impedir la curación. El Libro de Oración Común en la parte correspondiente al servicio para la visitación de enfermos, da las siguientes directivas:
«Entonces la persona enferma será exhortada a hacer una confesión especial de sus pecados, si sien­te preocupación de conciencia; después de tal confesión, y con la evidencia de su arrepentimiento, el ministro le dará seguridad de la misericordia y perdón de Dios.» 1 Es de buena política, antes de orar por un enfermo, preguntarle si «siente preocupación de conciencia», y en caso afirmativo guiarlo al arrepen­timiento y a la confesión de su pecado, de la manera en que siempre lo haremos. 2
Doquiera se mueva el Espíritu Santo, habrá sani­dad. Dios no es glorificado en la enfermedad de su pueblo, como algunos erróneamente enseñan, sino, por el contrario, en su curación. Cuando Pablo nos dice que el se «gloriara en sus debilidades» (que no sig­nifica necesariamente debilidades físicas o enferme­dad) quiere decir que su debilidad le da ocasión a Dios para demostrar su poder. Los hombres son guiados a Jesús hoy en día al comprobar su poder de sanidad, de la misma manera que lo era en los días del Nuevo Testamento. La curación física del incrédulo debería llevarle a Jesús como su Salvador. Debido a que con el correr de los años, y aun hoy, tantas iglesias han dejado de proclamar la verdad de que Jesús sana en la actualidad, han surgido cultos falsos exhibiendo un tipo de sanidad que no es bíblica y que no glorifica a Jesús.

Por otra parte, numerosas iglesias de todas las de­nominaciones, que se están movilizando en una dirección carismática, comprueban más y más casos de sanidad. Ciegos que recuperan la vista; cataratas que se disuelven (¡y aun cuencas vacías que se lle­nan!); oídos sordos que oyen; tumores que desapa­recen; huesos fracturados que sueldan de inmediato; cardiopatías curadas; esclerosis múltiple, tuberculosis, cáncer, parálisis, artritis, y todas las enfermedades que afectan al cuerpo humano y son curadas por el toque de la mano del Maestro. Algunas de estas cura­ciones han sido instantáneas, otras progresivas, al­gunas parciales. En las ocasiones en las que hubiéramos esperado ver una curación y no la vimos, la culpa no fue de Dios sino del hombre. Somos muy rápidos para decir: «Dios no lo hizo. Me imagino que no está dispuesto a sanarme.» Sin embargo, la Pala­bra de Dios nos asegura que sí lo está, y ahora mismo.3
La gente dice: «Yo creería en la sanidad si viera un caso en el cual el médico tomara una radiografía, luego se orara, a continuación el medico tomara otra radiografía que probara que efectivamente se curó.»
3Las Escrituras prometen salud para el creyente. Por otro lado, debido a una variedad de razones, a veces los creyentes enferman. La promesa, sin embargo, es que si enfermamos, Dios nos sanará. Algunos dicen: «Pero no van a vivir para siempre. Algún día tienen que morir.» Es cierto. Pero el pueblo de Dios tiene la pro­mesa de una larga vida, y cuando vayamos al hogar de nuestro Padre, no es necesario que lo hagamos en enfermedad y dolor. En Génesis 25:8 leemos que: «Y exhalo el espíritu, y murió Abra­ham en buena vejez, anciano y lleno de años, y fue unido a su pueblo.”
Hay muchos de esos casos que están debidamente re­gistrados y archivados, con la curación perfectamen­te corroborada por la evidencia médica, con radiografías, análisis de laboratorio, etc. Desgraciada­mente, los que exigen tales pruebas nunca las bus­can. Jesús dijo: «Si no oyen a Moisés y a los profe­tas (que ciertamente fueron testigos de las curaciones de Dios), tampoco se persuadirán aunque alguno se levantare de los muertos.» (Lucas 16:31.)
La mejor manera de aprender sobre la sanidad, es comenzar a orar por los enfermos. Pidámosle a Dios que nos ayude en esta decisión y andemos en fe. Algunos saben cuando deben orar por un enfermo por el testimonio interior; otros perciben una tibieza en sus manos; otros pueden acusar una arrolladora compasión. No debemos depender solamente de estos signos exteriores, pero si confirman la percepción interior de nuestro espíritu, contaremos con dos tes­timonies para reclamar la sanidad de Dios, especial­mente si las circunstancias favorecen que oremos por los necesitados. Cuando se produce la sanidad, demos la gloria a Dios y guiemos a Jesús a la persona sana­da, si aún no lo ha encontrado. Las señales nos seguirán en la medida que continuemos mirando al Señor Jesús y permanezcamos en su amante comunión.

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